sábado, 27 de marzo de 2010

Los desastres de la naturaleza

La frecuencia y gravedad de las catástrofes naturales que se han sucedido en los últimos tiempos –recordemos como más recientes los terremotos de Haiti y Chile- avalan la hipótesis de que, por muy diversas razones, la peligrosidad del planeta va en aumento. Seísmos, inundaciones, sequías prolongadas, ciclones, tornados y corrimientos de tierras son algunas de tantas manifestaciones de la inestabilidad telúrica, a la vez que no son ajenas a la actividad del hombre. A consecuencia de tales cataclismos, cada año perecen miles de vidas humanas y se ocasionan daños materiales por valor incalculable que sumen en la desesperación y la ruina a millones de supervivientes en las zonas afectadas.
Característica común de todos estos fenómenos es su mayor incidencia en los países menos desarrollados, que si bien obedecen a una falta de preparación para afrontarlos, pareciera que la madre naturaleza, ejerciendo de madrastra, se complace en ensañarse con los más débiles para agrandar sus desdichas.
Paradójicamente, son las economías más industrializadas las que más contribuyen al cambio climático y al desencadenamiento de las calamidades medioambientales con la emisión de gases de efecto invernadero, la deforestación de los bosques y la explotación exhaustiva de los recursos naturales no renovables.
A pesar de los avances científicos y técnicos, todavía no sabemos como domeñar las manifestaciones extremas de los elementos pero, así como la medicina se conforma con aliviar el dolor cuando no puede curar las enfermedades que lo producen, razones de justicia y responsabilidad deberían ser motivos suficientes para acceder con premura a los lugares devastados en auxilio de las poblaciones castigadas, asumiendo la comunidad mundial el coste de la reparación de los daños ocasionados.
Sugiero que la fórmula aplicable podría ser la de un seguro de riesgos catastróficos, gestionado por una agencia especializada de Naciones Unidas y financiada por un determinado porcentaje del producto interior bruto (PIB) de todas las naciones, lo que permitiría que el coste recayese mayoritariamente sobre los países más ricos, como es justo y equitativo.
Con un sistema asegurador de esta naturaleza sería posible contar con equipos de salvamento especializados y primeros auxilios y disponer de una red de depósitos estratégicamente situados en zonas seleccionadas con los que socorrer sin demora a los damnificados y tomar las medidas adecuadas para reducir al mínimo el número de víctimas y la gravedad de los siniestros, adoptando seguidamente las oportunas medidas para reparar las infraestructuras dañadas. Tendríamos así una especie de ejército internacional de paz que actuaría a modo de compensación de los graves perjuicios que comporta la globalización de la economía a las regiones más pobres por su incapacidad para defenderse de la explotación abusiva de las multinacionales y de los bajos precios que les pagan por sus materias primas y alimentos naturales.

viernes, 12 de marzo de 2010

Autores y víctimas de la crisis

Dos años después del estallido de la crisis financiera, ya es posible adelantar algunas lecciones que se desprenden de lo ocurrido y hacer con respecto a España un reparto de responsabilidades.
Responsables. Tal vez se pueda afirmar sin temor a equivocarse que son muchos los implicados con distinto grado de participación. Es inevitable citar a los banqueros como principales agentes causantes, pero también jugaron su papel el Gobierno, el Banco de España y los ciudadanos de a pie. Y entre todos la mataron y ella sola se murió.
Los banqueros, devorados por la codicia, alimentaron la burbuja inmobiliaria dando dinero a cambio de hipotecas con criterios tan heterodoxos que no solo valoraban los inmuebles ofrecidos en garantía con holgura sino que prestaban por encima del valor de tasación. La cuestión era ampliar el volumen de negocio en aras de aumentar el beneficio, aunque para ello tuvieran que endeudarse a corto o medio plazo en los mercados internacionales para suplir la insuficiencia del ahorro nacional.
Gracias a tales prácticas, los promotores inmobiliarios pudieron financiar la construcción de viviendas en exceso, con tal euforia que en 2007 se edificaron más pisos que en Alemania y Francia conjuntamente. Todo basado en la falsa creencia de que los inmuebles eran activos seguros por excelencia, sin posibilidad de que pudieran descender los precios de mercado.
Entre tanto, el Gobierno miraba para otra parte complacido de que el PIB crecía, el paro menguaba, los impuestos aumentaban y todos vivíamos en una burbuja de prosperidad artificial, sin reparar en los desequilibrios macroeconómicos provocados por un crecimiento asentado sobre bases frágiles. Durante meses se empeñó en negar la existencia de la crisis cuando ya eran evidentes sus efectos, y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a la pregunta de si había crisis o no, respondió en junio de 2008: “Como todo, es opinable y depende de lo que se entienda por crisis. La economía creció el año pasado un 3,5% y este año va a crecer en torno al 2%” El aumento real del PIB fue del 0,9%, inferior a la mitad de lo previsto. Con tan desacertado diagnóstico no es de extrañar que se reaccionase tarde y con medidas inconexas, ajenas a un plan coordinado anticrisis y por tanto de escasos o nulos efectos.
La misma política del gobierno y el sistema financiero de no advertir y corregir a tiempo los desfases del ciclo fue seguida o inspirada por los bancos centrales y los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional, Reserva nacional norteamericana, Banco Central Europeo y Banco Mundial) que hicieron dejación de sus facultades de aviso, control e inspección que tienen encomendadas.
Tampoco están exentas de responsabilidad las familias, que se endeudaron más allá de todo límite razonable como si la bonanza económica no tuviese fin y, naturalmente, de aquellos polvos vinieron estos lodos. Es decir, al endeudamiento incontenible sucedió la morosidad bancaria y la insolvencia de los particulares y de las empresas.

Hemos visto que quienes provocaron la crisis, entre los cuales ocupan un lugar destacado los grandes bancos y sus principales ejecutivos que pusieron en peligro la propia existencia de las respectivas entidades con su gestión inepta y temeraria, salieron indemnes del desastre. Ninguno dio con sus huesos en la cárcel ni sufrieron sanción alguna. Al contrario, siguieron cobrando sus ingresos de fábula. Un caso paradigmático fue el de la Caja de Castilla-La Mancha que hubo de ser intervenida por el Banco de España para evitar su quiebra en tanto que sus gestores quedaban sin sanción alguna.
El Gobierno, con el dinero de todos, aportó cantidades ingentes de recursos a los bancos para prevenir la quiebra inminente del sistema financiero. Un ejemplo ilustrativo del trato injusto fue el que protagonizó el presidente del Banco de Bilbao Vizcaya, Francisco González, que, entre salario, retribución variable y fondo de pensiones se embolsó en 2008 la cantidad de 9.000.000 de euros por más que su banco viese recortados sus beneficios y el dividendo.
También se favorecieron de las circunstancias algunos promotores inmobiliarios que acumularon enormes ganancias en los años de vacas gordas, gracias en ocasiones a escandalosos “pelotazos” urbanísticos, compartidos con corporaciones municipales corruptas. Otros que también hicieron su agosto por el “boom” inmobiliario fueron los notarios, registradores y arquitectos merced al privilegiado “status” monopolístico de sus profesiones.
Se puede decir que con excepción de las personas antes citadas que salieron airosas del desastre, toda la población en mayor o menor medida se vio perjudicada. Se podría afirmar que nunca tan pocos arruinaron a tantos. Tomando la terminología del economista italiano Cipolla, los primeros serían clasificados como “estúpidos bandidos” (los estúpidos que hacen daño a los demás en beneficio propio).
Entre los perdedores son dignos de mención, en primer lugar, los millones de parados que, al perder su empleo, quedaron sin su única fuente de ingresos y de repente se vieron sumidos en la pobreza.
Otros perjudicados fueron los accionistas que vieron como sus inversiones mobiliarias se volatilizaron, aunque más tarde se recuperaron en parte. En general, toda la población sufrió las consecuencias de la crisis, entre otras razones, porque de los bolsillos de de los contribuyentes salieron las sumas multimillonarias que el Gobierno facilitó a los bancos para recuperar su liquidez y solvencia, y en definitiva, para evitar el colapso del sistema crediticio y productivo.
El menor poder adquisitivo de la gente y el temor al futuro redujeron drásticamente el consumo, lo que se tradujo en la recesión, que a su vez ocasionó el cierre de miles de empresas, con el consiguiente despido de sus trabajadores.