jueves, 1 de septiembre de 2011

Morir de éxito

Salvo error por mi parte, fue Felipe González quien dijo que también se puede morir de éxito. Tal parecer ser el caso de las Cajas de Ahorros cuya mayor parte se debate entre la amputación o la desaparición.
Hasta 1977 estas entidades llevaban una vida tranquila en su ámbito de actuación municipal, provincial o autonómico como piezas secundarias del sistema financiero, impulsando el pequeño ahorro – al que premiaban con motivo del “Día Universal del Ahorro” el 31 de octubre de cada año -, la concesión de créditos a las familias y a las pequeñas y medianas empresas y a la inversión en fondos públicos, todo ello con arreglo a los principios de seguridad, rentabilidad y liquidez. El excedente se repartía entre la constitución de reservas y la realización de obra social. Esta última equivalía a los dividendos de la banca.
En agosto de dicho año, el gobierno de UCD, a instancia de Enrique Fuentes Quintana, a la sazón vicepresidente del Ejecutivo, fue promulgado un Decreto que equiparaba la operatoria de las cajas a la de los bancos, con tanto éxito que aquéllas alcanzaron el 50% del sistema financiero. A partir de ahí, la expansión no tuvo límites. Se multiplicaron las sucursales no sólo en el territorio nacional sino en el extranjero; se tomaron participaciones, incluso mayoritarias, en empresas industriales y de servicios; se concertaron créditos sindicados y se amplió la cartera de créditos con una laxa evaluación del riesgo contraído, incurriendo además en una excesiva concentración en el sector de la construcción residencial.
Como los depósitos de los ahorradores no crecían al mismo ritmo que las inversiones, hubo que recurrir al endeudamiento en los mercados internacionales, con el riesgo añadido de que la devolución venciera antes de recuperar los créditos concedidos.
Con la burbuja inmobiliaria se desató la euforia, las cajas olvidaron las reglas elementales de prudencia y se incurrió en riesgos fuera de control, sin que el Banco de España, como organismo regulador y supervisor hiciera uso de sus atribuciones para prevenir los excesos. Se trataba de incrementar el volumen de negocio por encima de todo y con ello los beneficios como objetivo prioritario en detrimento de la función social, como si la ganancia fuera el fin exclusivo de las cajas que habían nacido como instituciones benéfico-sociales para combatir la usura, carácter que formaba parte de sus señas de identidad.
Los errores sólo se reconocen cuando son visibles sus efectos negativos, y a menudo, demasiado tarde. Entonces hay que emplear remedios duros, medidas dolorosas y tratamientos largos que es lo que ahora está ocurriendo.
El despertar a la realidad se produjo cuando se hizo visible la crisis de insolvencia de los bancos anglonorteamericanos que fue seguida por el estallido de la burbuja inmobiliaria en España lo cual puso de manifiesto los errores y abusos cometidos, lo que obligó a muchas cajas a salvar los muebles transformándose en sociedades bancarias con la ayuda financiera del FROB y con el resultado predecible de poner en serio peligro la supervivencia de la Obra Benéfico Social. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Más de 130 años de historia están a punto de ser borrados de un plumazo. Lo que fue pensado como un medicamento vigorizante tornose tóxico. Entre la cumbre y el precipicio sólo se interpone un resbalón.

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