lunes, 28 de noviembre de 2011

Vida y muerte de las Cajas de Ahorros

¿Qué enfermedad mortal sufrieron las cajas de ahorros que llevó al borde de la extinción a la mayor parte de las mismas? En el espacio de los dos últimos años encajaron un acelerado proceso de intervenciones del Banco de España, fusiones y transformaciones en bancos que redujeron el número de entidades de 45 a 15, y protagonizaron el mayor ajuste, todavía inconcluso, del sistema financiero español.
Todavía está por escribirse el informe detallado y objetivo de las causas que condujeron al desastre, pero ya son reconocibles determinados rasgos comunes que explican la incapacidad de superar los parámetros de solvencia exigidos por el gobierno, con la honrosa excepción de la Caixa de Barcelona, las tres vascas y Unicaja.
Las cajas de ahorros más antiguas fueron creadas en la primera mitad del siglo XIX, respondían al modelo de instituciones benéfico-sociales que como tales dependían de la dirección general de Beneficencia del Ministerio de Gobernación, llamado ahora de Interior. Su finalidad era promover el pequeño ahorro, combatir la usura y financiar las necesidades crediticias de las familias y las pequeñas empresas. Sus excedentes, que no se querían llamar beneficios, se dedicaban a la formación de reservas y a la creación y sostenimiento de obras benéfico-sociales.
Durante muchos años desarrollaron su labor en un reducido ámbito territorial conformado por la población de nacimiento y poco a poco fueron extendiéndose a la provincia y a la región.
Un paso trascendental de su evolución vino dado por el Decreto de 1977 inspirado por el a la sazón vicepresidente del Gobierno, Enrique Fuentes Quintana, que igualó la operatoria de las cajas con la de los bancos.
A partir de entonces se inició una imparable expansión geográfica y del volumen de operaciones que a la larga sería letal. Se abrieron sucursales no sólo en España sino también en Europa y América, y se llevaron a cabo operaciones de riesgo para las que no estaban especialmente preparadas (descuento de efectos, participaciones industriales, créditos sindicados a grandes compañías y sobre todo, subiéndose a la ola de la burbuja inmobiliaria, una imprudente política crediticia centrada en compradores y promotores de viviendas, teniendo que recurrir a los mercados internacionales para la captación de fondos con los que atender la creciente demanda de préstamos.
El resultado fue que las cajas llegaron a administrar más del 50% de los depósitos del sistema financiero con gran preocupación de los bancos que acusaron a las primeras de competencia desleal por cuanto las cajas podían comprar bancos pero no a la inversa por el carácter fundamental de las entidades de ahorro.
La deficiente evaluación del riesgo hizo que al desencadenarse la crisis, con la consiguiente elevación de la tasa de morosidad, muchas de las cajas vieron amenazada su solvencia, situación que agravó el Gobierno al exigir una proporción del 8% al 10% de recursos propios según los casos, que fue como el tiro de gracia. Las consecuencias fueron el cierre de oficinas que nunca debieron abrirse y la pérdida de puestos de trabajo que afectó a miles de empleados.
En resumen, se puede afirmar que las cajas murieron de éxito a causa de un mal uso de la regulación legal permisiva, de una gestión inadecuada, de la presencia de políticos inexpertos en los consejos de administración y de las presiones de la banca que lograron deshacerse de sus mayores competidoras.
La sociedad española ha perdido unas instituciones singulares que contribuyeron enormemente al progreso económico y con su amplia y variada obra social cubrieron objetivos asistenciales y culturales que a partir de ahora quedan desatendidos. Por culpa de muchos y con la impunidad de todos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Motivos para indignarse

Es una explicación recurrente que la cruz que llevamos a cuestas con nombre de crisis no es solamente económica o financiera sino de valores. Esta desconsoladora constatación se refleja también en el comportamiento y quehacer de los particulares, y lo que es más lamentable es la actitud de las instituciones que suscita entre las gentes sencillas, además de sorpresa y asombro, enfado y cabreo, y hasta la desesperanza de que pueda corregirse el desmadre, el exceso de codicia y la lacerante injusticia social que padecemos. En definitiva, el desorden en que nos movemos da motivos más que suficientes para sentirnos indignados.

He aquí una somera relación, que no pretende ser exhaustiva, de abusos y transgresiones legales que abona el diagnóstico precedente.

1. Es intolerable que España soporte una tasa de paro del 21% de la población activa que somete a cerca del 50% de los jóvenes a buscar trabajo en vano.

2. En este contexto, carece de sentido que se haya elevado la edad de jubilación de 65 a 67 años al mismo tiempo que se prejubila a trabajadores a partir de los 50 años.

3. Es incomprensible que en un Estado social de derecho, directivos de bancos, cajas de ahorros y grandes empresas tengan sus cargos blindados, y perciban además de sueldos millonarios indemnizaciones, “bonus” y pensiones de cantidades escandalosas, incluso después de que sus empresas fueran apuntaladas con dinero público para evitar la quiebra.

4. Repugna a la conciencia la impunidad fáctica de gestores de entidades financieras que llevaron a sus empresas a la ruina y son retribuidos con dádivas de fábula, mientras la inmensa mayoría de los trabajadores son despedidos con indemnizaciones mínimas o sin ninguna si se trata de contratos temporales. Estos, sin haber tenido arte ni parte en el desastre, son los más castigados.

5. Es inadmisible la impunidad de que gozan los políticos que derrocharon los recursos públicos en aeropuertos sin aviones, autopistas sin tráfico, auditorios sin programación, piscinas climatizadas en pueblos sin nadadores, campos de fútbol en aldeas dotados de césped artificial y tantos otros disparates. Y para más inri, a costa de endeudar a sus respectivas haciendas hasta las cejas. Sin ánimo de sacar a colación casos particulares que producen sonrojo, no me resisto a citar un caso arquetípicos por su reciente pronunciamiento judicial. La Generalidad valenciana pagó al arquitecto Santiago Calatrava 15 millones de euros por diseñar un proyecto urbanístico en 2004 que ni se ha hecho ni probablemente se hará. La denuncia por supuesta prevaricación y malversación de caudales públicos fue archivada por no existir “la figura delictiva del derroche de dinero público por parte de los gestores de ese dinero público”. Increíble.

6. Indigna que la misma impunidad ampare a corporaciones locales que dan licencias de obras ilegales, y cuando los tribunales obligan a su demolición, o bien se regularizan con otra ilegitimidad incluyéndolas en un plan de ordenación urbana o, si hubiera responsabilidad económica, se pasa la factura a Juan Pueblo que es quien paga los platos rotos. Tanto los causantes directos como los altos funcionarios encargados de supervisar los acuerdos adoptados y las obras ejecutadas, hacen dejación de sus funciones y miran para otro lado; aquí no pasa nada. Si alguien cree que apunto, entre otros, al Banco de España, no va descaminado.

7. Cuando uno ve que de los 3.000 defraudadores a Hacienda descubiertos en Liechtenstein, como del pobre Fernández, nunca más se supo, o que los equipos de fútbol de primera división adeudan a Hacienda 3.500 millones de euros sin que al parecer se les apremie como a los morosos que son desahuciados por no poder pagar sus hipotecas, uno se pregunta donde diablos han ido a parar la equidad, la igualdad ante la ley y la ética.

8. El escepticismo y el desánimo se extienden al ver que los paraísos fiscales siguen ofreciendo refugio al dinero sucio y al que se evade al control del fisco incumpliendo las reiteradas promesas de los políticos.

Si a todo lo anterior añadimos el descrédito de las instituciones y de los partidos políticos por sus actuaciones y por los innumerables episodios de corrupción en que se ven envueltos sus miembros prominentes, nos cabe la duda de si España precisa un Hércules que restablezca la vigencia de principios que nunca debieron abandonarse como la honestidad, la sobriedad, la capacidad, el sentido del deber, la responsabilidad y la transparencia de la gestión de lo público; hazaña no menor que la que el héroe mitológico acometió para limpiar los establos de Augias desviando el cauce de dos ríos. Sería como refundar el Estado.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La crisis del capitalismo

La génesis y desarrollo de las crisis económicas muestran con ofuscante claridad que son un producto propio e indisociable del sistema capitalista. Al conjugar la codicia humana con la libertad de la iniciativa privada sin regulación, surgen inevitablemente los excesos y malas prácticas, especialmente por los agentes financieros, amparados en el falso dogma de que los mercados se autocorrigen, razón por la cual se oponen a la intervención legal de sus operaciones.
La realidad, sin embargo, ha probado sin lugar a dudas que las entidades financieras, administradoras de caudales ajenos, impulsadas por el desmedido afán de lucro, son proclives a emprender operaciones de riesgo, como fueron las hipotecas basura “subprime”, rayanas en el engaño colectivo por decirlo suavemente, sin importar en casos extremos incurrir en el delito de apropiación indebida como mostró el famoso Madoff, hoy en prisión.
Los bancos tienen además el curioso privilegio de crear dinero mediante la titulización de sus activos. Los préstamos hipotecarios que conceden a sus clientes pueden ser vendidos, recuperando así la inversión y contar con nuevos medios para invertir nuevamente como ocurrió con las antes citadas, que estuvieron en el origen de la crisis desencadenada en 2007. Este proceso multiplicador es tan simple y arriesgado que la mente lo rechaza al decir de Galbraith.
Las crisis económicas germinan con la prosperidad, crecen con la euforia y estallan con los excesos. A semejanza del cáncer, producen metástasis, afectan a todo el sistema y revisten muchas variantes. Algo similar a lo que acontece en medicina cuando un individuo aparentemente sano sufre un infarto que le puede ocasionar la muerte si no es atendido de inmediato.
Como vemos en la crisis que padecemos, la falta de tratamiento preventivo y de un diagnóstico certero hace que las manifestaciones patológicas se aceleren y se propaguen. Los bancos restringen los créditos, la industria y el comercio carecen de financiación, el paro se extiende, la morosidad aumenta, el consumo se reduce, la bolsa se desploma y la actividad económica se contrae en una secuencia sin fin.
Por la misma razón de que no se detecta a tiempo el estallido de la burbuja, nadie se atreve a predecir el inicio de la recuperación, debatiéndose los bancos centrales entre la duda de mantener los estímulos fiscales y los bajos tipos de interés por temor a la inflación o retirarlos antes de tiempo y frenar en seco el proceso productivo. Lamentablemente, la economía no es una ciencia exacta y no ofrece recetas de validez general.
En este clima de incertidumbre, los medios de comunicación echan leña al fuego, afirmando una y otra vez que lo peor aún está por llegar con lo que se extiende la sicosis y pérdida de confianza que a su vez obstaculiza la reactivación. Por ello reaparece la vigencia de la recomendación de Roosevelt durante la Gran Depresión de 1929: “vencer el miedo al miedo”
Si se quiere impedir que las crisis sigan siendo recurrentes habrá que vencer la presión que ejercen los grupos oligárquicos, reacios a toda intervención de los organismos reguladores que pongan coto a la potencial comisión de abusos, a la opacidad de sus actividades financieras y a comprometerse en operaciones de alto riesgo, englobadas en conceptos tan vagos como la denominada arquitectura financiera.