sábado, 23 de febrero de 2013

Rubén Darío



    El 18 de enero se cumplieron 146 años del nacimiento del insigne poeta nicaragüense  Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío, una de las estrellas  que más brillan en el cielo de las letras hispanas, pontífice del modernismo literario, renovador de la lengua castellana, orfebre de la palabra, dominador del ritmo y del verso alejandrino.
    Hijo de un matrimonio de conveniencia, sus padres se separaron antes de que él naciera en el pueblecito de Chocoyos, más tarde rebautizado con el nombre de Metapa, en el departamento de Nueva Segovia. Apenas nacido, su madre se lo llevó a Honduras –como presagio de la vida peregrina que le aguardaba- de donde lo trajeron sus tíos abuelos maternos con quienes se educó en la ciudad nicaragüense de León.
    Aprendió a leer a los tres años y fue después un lector infatigable de cuantos libros cayeron en sus manos. Con una precocidad fuera de lo corriente, comenzó a componer versos y antes de cumplir los 13 años los vio impresos por primera vez en el periódico “El Termómetro” de la ciudad de Rivas, y a partir de ahí empezó a ser conocido en las repúblicas centroamericanas como “el poeta niño”.
    Más tarde, atraídos por su fama, unos políticos le propusieron trasladarse a Managua, donde le dieron un empleo en la Biblioteca Nacional que aprovechó para leer todo lo posible, a la vez que el director de la misma fue su mentor. Hasta que un día, cuando acababa de cumplir los catorce años, oyó cantar a una niña, se enamoró de ella y al declarar su propósito de llevarla al altar, sus amigos le pagaron el viaje a El Salvador para disuadirle de su plan.
    En la capital, San Salvador, conoció al presidente Rafael Zaldívar que le hospedó en un hotel y le obsequió con 500 pesos de plata, una suma que el niño nunca había soñado. Según cuenta en sus Memorias, “al día siguiente ejercía de nabab rodeado de improbables poetas adolescentes, escritores en ciernes y aficionados a las musas”. Pero la protección presidencial terminó abruptamente cuando una noche se le ocurrió llamar a la puerta de una diva que recibía altos favores y se hospedaba en el mismo hotel. Ya tenemos las cuatro constantes que habían de marcar su destino: su numen poético, la pasión amorosa, su pésima administración doméstica y la afición al alcohol.
    El favor que le dispensaron las musas no se correspondió con parecida fortuna en su azarosa existencia. Venus y Baco gobernaron su vida y a ambos pagó costoso tributo por sus efímeros favores. El vacío afectivo en que le sumió la orfandad de hecho, exacerbó su sed de amor y de ser amado. Desde niño se sintió atraído por el bello sexo. Pero su sed no podía saciarse con mujeres de carne y hueso sino con princesas de leyenda, con seres angélicos que solo existían en su imaginación. Para él la mujer era “una misteriosa encarnación de todo el cielo y toda la tierra”.
    Veía el mundo con ojos de niño y pensaba que los demás tenían su misma inocencia, sin percatarse de que las rosas crecen entre espinas y que el amor y la amistad conviven con el odio y la maldad. Vivió en un mundo de ensueño en que el amor y la belleza lo dominaban todo, pero con harta frecuencia las miserias de la vida cotidiana le recordaban otra realidad bien diferente. Extraño en un mundo que no era el suyo, sufrió las consecuencias de su inadaptación. Despreocupado por el mañana, el dinero, cuando caía en sus manos se esfumaba con rapidez. Como escribió en versos conmovedores: ¿Acaso he nacido yo hijo de millonarios? ¿He tenido Cirineo en mi Calvario?
    Los últimos días de Rubén Darío están llenos de tristeza y sufrimiento. Tras su segunda visita a España embarcó en La Coruña con destino a Nueva York con el propósito de impartir una serie de conferencias, pero solo pudo pronunciar dos en la ciudad de los rascacielos, por caer enfermo. Como las desgracias nunca vienen solas, su secretario le abandonó llevándose sus ahorros. Emprendió viaje a Guatemala y desde allí se dirigió a la tierra natal, solo y derrotado. En León es operado por su amigo el doctor Debaule, pero su hígado cirrótico no superó la prueba. La muerte, que tanto temía, le llamó el seis de febrero de 1916 a los 49 años de edad, la misma que vivió otro gran poeta, San Juan de la Cruz.
    A partir de ese momento comienzan los homenajes póstumos. El gobierno, que tantos sinsabores le había causado al dejar de abonarle sus haberes, dispuso que le dispensasen honores de ministro. La Iglesia, por su parte, tan reticente en vida del poeta, autorizó la inhumación del cadáver en la catedral de León con solemnes honras fúnebres. Mucho más sinceros y expresivos fueron los homenajes que le tributaron varios poetas como Antonio Machado o Valle Inclán, a quien Darío retrató como “Este buen don Ramón de las barbas de chivo / cuya risa es la flor de su figura / parece un viejo dios altanero y esquivo / que se animase en la frialdad de su escultura”
    Vigo ha tenido el acierto de recordar al eximio autor de “Azul” con un monumento erigido en la Alameda a la sombra de un magnolio, demostrando que la devoción al trabajo que se le atribuye no es incompatible con la sensibilidad artística y el aprecio de los valores espirituales.

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