lunes, 8 de abril de 2013

Tiempo de grandes decisiones



     A punto de cumplirse un lustro del comienzo de la crisis que nos atenaza, la situación socioeconómica española no ha hecho más que empeorar.
    Desde el punto de vista macroeconómico, los estudios del Banco de España prevén para 2013 una caída del PIB del 1,5%, un escuálido crecimiento del 0,6% en 2014; el déficit será del 6% este año y del 5,9% el próximo; la tasa de paro variará del 27,3% al 26,8% en ambos años.
    Seguimos en recesión por quinto año, y como se ve, con mínimas expectativas de mejorar. El panorama que presenta la sociedad española, similar al que ofrecen Grecia, Portugal e Italia, es desolador, agravado en nuestro caso por el insoportable desempleo que afecta a seis millones de personas entre las que están dos millones de familias sin ningún ingreso al haber agotado el subsidio de paro. Y lo que es peor, que no se atisban signos de inflexión, de cambio de tendencia, de que la crisis haya tocado fondo, de que lo peor haya pasado, de ver la luz que señala la salida del túnel.
    La evolución negativa de la economía conduce al empobrecimiento de la población como registra el VI Informe de Foessa (Fundación de Estudios sociales y Sociología Aplicada), presentado el 20 de marzo por su director. En él se constata la existencia del 21,8% de los españoles que viven bajo el umbral de la pobreza, indicador de que perciben menos del 60% de la renta media nacional. De ellos, tres millones sufren pobreza extrema que les coloca al borde de la exclusión social. Al 55% de los jóvenes se les ha robado el futuro al no encontrar trabajo.
    Estos datos se producen en un contexto de distribución personal de la renta nacional que sitúan a nuestro país entre los más injustos de la UE según pone de manifiesto el “Primer Informe de la Desigualdad en España” promovido por la Fundación Alternativas. La crisis no ha hecho sino profundizar más el abismo que separa a pobres y ricos, al haber crecido más las rentas más altas mientras se hunden las más bajas. La clase media se ha depauperado, pero quienes sufren los peores zarpazos de la miseria son los que ya antes de la crisis lo pasaban mal, Esta desigualdad se hace más hiriente al coincidir con los ingresos escandalosos de una élite por rentas de su patrimonio y sueldos millonarios de dirigentes y consejeros de bancos y cajas de ahorro y grandes compañías aunque hubieran llevado a la ruina a sus empresas.
    A todo esto, la política de los dos últimos gobiernos, inspirada por el neoliberalismo económico, está lejos de dar los frutos deseados. La línea marcada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero a partir del 10 de mayo de 2010, fue continuada e intensificada por su sucesor del PP, Mariano Rajoy. En síntesis, se centra en reducir a todo trance el déficit por más que implique demoler el Estado de bienestar mediante recortes en sanidad, educación y congelación de pensiones en contra de lo prometido en campaña electoral, al mismo tiempo que se aprobaba la reforma laboral para abaratar el despido. Como era de prever, el resultado fue la pérdida de 850.000 puestos de trabajo en 2012, el primer año del gobierno popular.
    Al aumentar el paro y deprimirse los salarios, en un contexto de recesión, el miedo de los trabajadores a quedarse en la calle les obliga a aceptar la condición de cobrar menos y trabajar más. Pero al reducirse la capacidad adquisitiva de los consumidores se contrae el consumo y disminuye la actividad económica, y ello hace temer a los mercados  internacionales que no puedan cobrar sus créditos, ante lo cual se defienden elevando el riesgo país que se traduce en aumentar el tipo de interés de la deuda pública.
    Por este mecanismo, el pago de intereses se convierte en el principal capítulo del presupuesto de gasto por importe de 40.000 millones, seguido por el del subsidio de desempleo que absorbe alrededor de 30.000 millones de euros. Frente a estas exigencias la recaudación disminuye, con lo que rebajar el déficit se convierte en tarea imposible. El desarrollo de los acontecimientos prueba que sin crecimiento no se puede reducir la deuda que, por el contrario, crece año tras año, y ya ronda los 886.000 millones, equivalentes al 85% del PIB.
    Esta realidad no parece convencer al Gobierno que sigue impertérrito el tratamiento influido por las teorías neoliberales que cautivan a la señora Merkel y compañía a riesgo de matar al enfermo, desechando implementar estímulos a la reactivación, clave para invertir la tendencia y salir del círculo vicioso en que estamos inmersos.
    El resultado de esta política errada y desastrosa no da otros frutos que el agravamiento de las condiciones de vida y la pauperización de la gente, lo que no impide que un sector muy minoritario aumente su riqueza, todo ello propiciado por una legislación fiscal antisocial que ignora la progresividad de los tipos impositivos y basa la recaudación en impuestos indirectos (fundamentalmente el IVA) y el IRPF que grava las rentas salariales hasta el 56% y aplica el 19% a las rentas del capital.
    A pesar de la situación extrema se mantiene afortunadamente la paz social, gracias a tres factores que actúan a modo de colchón: la red familiar (los hijos retrasan su emancipación y los jubilados tienen que compartir su pensión), la economía sumergida, y la asistencia social que llevan a cabo Cáritas, órdenes religiosas y ONG. Los tres son remedios de emergencia que además disponen de recursos insuficientes para atender al creciente número de personas que necesitan ayuda.
    Ante el estado de malestar colectivo son posibles dos tipos de reacciones excluyentes. El primero, deseable, sería que el Gobierno promoviese un acuerdo entre los partidos, y a partir de ahí acometa una profunda reforma legal que cambie el marco jurídico-político actual y afronte la crisis como una cruzada de solidaridad, de forma que los sacrificios inevitables se repartan con equidad entre la población. Esto haría más soportables los recortes sabiendo que tendrían un carácter temporal.
    Una acción complementaria sería proveer la formación de un bloque político con los demás países de la cuenca mediterránea que están soportando el mismo descontento social (Grecia, Chipre, Italia, Francia y Portugal). Ello permitiría contener la presión de Alemania y los demás países del norte de Europa que secundan a la primera para imponernos su cura de caballo y austeridad forzada, tan cruel como ineficaz.
    Cuando uno agota la paciencia y le arrebatan la esperanza, se pueden esperar reacciones violentas, bruscas, imprevistas. En cualquier caso, la desesperación es mala consejera. Entonces puede hacerse realidad la segunda opción. Esperemos que el sentido común, la prudencia y el verdadero patriotismo den paso a la primera opción y nos libren de la pesadilla del segundo que sería un suicidio. No olvidemos que nuestra infausta guerra civil tuvo un elevado componente motivacional en la tremenda injusticia social reinante a la sazón.

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