lunes, 6 de mayo de 2013

Memoria de África



    El continente africano, considerado la cuna de la humanidad, vive una situación caótica y dramática que viene de atrás, sin que, desgraciadamente, presente signos de mejoría ni se vea la luz al final del túnel.
    En distinto grado según los países, porque existen muchas Africas, pero con características comunes, afectan a la mayoría las plagas naturales y las sociales. Entre las primeras están las graves sequías seguidas de inundaciones, la desertización, la langosta, a las que se suman enfermedades endémicas como el paludismo, la tuberculosis y el sida. Tan endémica como estas patologías es la inestabilidad política, donde proliferan las dictaduras que dan origen a frecuentas golpes de Estado y a la existencia de milicias, guerrillas y grupos armados a los que ha venido a sumarse el terrorismo de Al Qaeda. En conjunto, el respeto a los derechos humanos deja mucho que desear. El resultado de estas desgracias es la pobreza que se manifiesta en un bajo nivel sanitario y la corta esperanza de vida.
    El signo de más vitalidad, que paradójicamente se convierte en fuente de problemas, es la desbordante natalidad que convierte al continente el segundo más poblado, después de Asia.
    Las únicas regiones con una relativa estabilidad política y mayor tasa de desarrollo económico están en los extremos norte y sur. Al norte del Sahara la población es mayoritariamente árabe y religión musulmana, si bien el desarrollo de la llamada “`primavera árabe” no ha significado la paz social. Al sur del desierto de Kalahari la nación más importante es la Unión Sudafricana, patria del admirado Nelson Mandela.
    Sin ánimo de generalizar porque sería injusto, la situación es crítica y en muchos casos, tiende a empeorar. Somalia, Nigeria, Liberia, Sierra Leona, Zimbabue, Sudan, son algunos de los nombres que aparecen con más frecuencia en los medios de comunicación asociados a situaciones de violencia o cambios de gobierno por actos de fuerza. La democracia como forma de gobierno no ha arraigado en África. La consecuencia es la aparición de algunos Estados fallidos.
    La actitud de los países desarrollados en África es dual y poco ejemplar. Por un lado expolian los tesoros minerales (oro, hierro, cobre, coltan, diamantes) con la connivencia de gobiernos corruptos; por otro, envían misioneros y ONG y alimentos en situaciones de emergencia que hunden la producción autóctona y se olvidan después de lo que allí ocurre. Estas ayudas a fondo perdido tienden a convertir a los beneficiarios en pedigüeños. Otras veces se les venden alimentos básicos como trigo, arroz y maíz con precios subvencionados con los que no pueden competir los productores indígenas y refuerzan la situación de dependencia. Y lo que es peor, se les venden armas a los gobiernos y a los grupos disidentes que favorecen la anarquía.
 Últimamente China ha intensificado sus relaciones comerciales con diversos países para comprarles materias primas a cambio de obras de infraestructura. También compran grandes extensiones de terreno agrícola para abastecer de alimentos a la población china.
    La historia de la relación de Europa y África es la muestra de un desencuentro permanente en la que el segundo continente llevó la peor parte. Primero estuvo marcada por la cruel e inhumana captura de esclavos a la que siguió la colonización que llevó a la explotación del territorio y de los africanos. Después, a partir de 1960 se desarrolló el proceso de independencia de forma atropellada y sin ninguna preparación o reparación previa que asegurase la viabilidad de los nuevos Estados cuyas fronteras fueron trazadas con regla y cartabón sin respetar la homogeneidad étnica.
    El resultado inevitable fueron las luchas tribales, la inestabilidad política y las dictaduras. La independencia supuso el salto de la Edad Media a la modernidad que para muchos pueblos significó  pasar de la explotación colonial  a dictaduras o gobiernos corruptos al servicio de multinacionales sin atender a la creación de servicios públicos eficientes de sanidad y educación ni reformas que propicien el progreso económico y social. Para muchos países la democracia fue un sueño imposible porque no prospera con saltos en el vacío.
    La situación se tornó más compleja porque los gobernantes indígenas se toman en serio el principio de la soberanía nacional para rechazar cualquier intento de asesoramiento o de ayuda condicionada, so pretexto de injerencia en sus asuntos internos.
    Un ejemplo reciente muestra la problemática coexistencia de las normas del derecho internacional con las mentalidades de muchos líderes africanos. Me refiero a Kenia, un Estado relativamente bien asentado y occidentalizado.
    Desde el pasado 9 de abril ejerce la jefatura del Estado como cuarto presidente de la República Uhuru (que en suajili significa “libertad”) Kenyatta, de 52 años, hijo de Jomo Kenyatta, padre de la independencia, miembro de la tribu kikuyu, la más numerosa de las 71 que conviven en el país, la cual gobierna desde hace cuarenta años. Este político fue elegido en las elecciones del 4 de marzo, desarrolladas pacíficamente, pero no así las de 2007 donde la violencia étnica provocó 1.300 muertos, de los que el Tribunal Penal Internacional responsabilizó, entre otros, a Uhuru Kenyatta, el cual debería ser procesado en La Haya, pero ello no fue obstáculo para el éxito de su campaña electoral, de modo que el verdadero perdedor fue el TPI que ya no podrá juzgarle. El candidato derrotado fue Raila Odinga, de 68 años, ingeniero por la Universidad de Leipzig (Alemania), millonario e hijo del que fue primer vicepresidente. El TPI no parece ofrecer mucha confianza al electorado keniano.
    Por más difíciles que sean las condiciones de vida en África, la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales que nos afectan a todos como pone de relieve la emigración descontrolada a los países europeos a la búsqueda de un futuro que les niegan sus países de origen. Esta huida en condiciones harto penosas constituye un problema de difícil gestión.
    Occidente debe racionalizar su ayuda y asesoramiento, procurando corresponsabilizar a los socios y fomentar las relaciones tanto mutuas en condiciones justas como también las internacionales interafricanas, de modo que la Unión Africana fundada en 2002 cumpla sus objetivos y despierte la esperanza de un mejor porvenir. La colaboración debería intensificarse en materia de educación y sanidad así como en el combate de las enfermedades endémicas y en la mejora de los métodos de cultivo, respetando las tradiciones indígenas. Los beneficiarios por su parte deberían dar seguridad jurídica a las inversiones económicas.
    De la incorporación de África al mundo de la convivencia pacífica, el progreso y la justicia social saldríamos todos beneficiados. El éxito estaría asegurado si ambas partes trabajaran con horizontes planetarios. Hay mucho que mejorar para que no ocurra como ahora en que 30 millones de kilómetros cuadrados y cerca de 1.000 millones de habitantes produzcan algo menos que 360.000 kilómetros cuadrados y 80 millones de alemanes.

2 comentarios:

Marcos dijo...

Hola Pio. ¿Me equivoco al recordar que hace años participaste en una iniciativa de ayuda al continente africano? Cuéntanos algo de eso.

Pio dijo...

Tienes razón a medias. Mi relación con Africa se ciñe a que durante doce años estuve como presidente de la Asociación "Axuda o Sahara" con la dedicación de facilitar ayuda a los saharauis que malviven desterrados en territorio argelino desde 1975. Esto es todo a menos que te interese entrar en más detalles.