lunes, 29 de julio de 2013

Envejecer




    El tiempo fluye acelerado y casi sin darte cuenta pasas a engrosar la legión de los mayores, porque la vida es un breve paseo que no se detiene mientras nos acercamos al inexorable final de nuestra carrera.
    Protagonizar el envejecimiento no es una tarea fácil. Transitar esta etapa, la última del ciclo vital sin perder la curiosidad, la empatía, la solidaridad, seguir sintiéndonos miembros activos de la sociedad, sin agriarse, como los buenos vinos, según pedía Séneca, supone haber navegado muchas singladuras por mares procelosos donde las calmas se alternan con las tormentas.
    Envejecer es un oficio de duro aprendizaje que implica una serie inacabable de pérdidas que nos van empobreciendo y aproximando a lo desconocido. Perdemos a los seres queridos (familiares y amigos) hasta contar más en el cielo que en el suelo; perdemos paulatinamente facultades naturales y partes de nuestro ser (oído, visión, vigor físico, cabello, memoria, dentadura…) y hasta se nos arrebata el porvenir.
    A cambio de tanto expolio, contabilizamos dos recompensas: sabiduría y experiencia, la una como consecuencia de la otra. Lamentablemente, de la sabiduría nos queda poco tiempo para ejercerla y hacerla fructificar, y la experiencia que nos otorga la virtud del consejo, no suele ser aceptado porque los jóvenes, a quienes podría aprovechar, están condenados a aprender de sus propios errores. La verdad es que hemos ido acumulando experiencia y conocimientos y cuando somos más sabios, caduca nuestro permiso de residencia en la Tierra.
    Hace falta coraje y entereza para sobrevivir a tanto quebranto, mantener a raya el pesimismo, ver cada día como víspera del siguiente, y disfrutar de nuevos amaneceres.
    Carentes de proyectos de futuro, hacemos balances de nuestro pasado y formulamos preguntas sin posibles respuestas. Nos interrogamos sobre la existencia del mal, sobre el sentido de la vida, sobre el extraño destino del hombre, sobre la contradicción de que nazcamos sin pedirlo, vivamos sin saber cómo debemos y morimos sin quererlo. ¿Por qué media humanidad se esfuerza en complicar la vida a la otra media?
    Como a pesar de todo, según dicen, no se contenta el que no quiere, y que el conocido refrán recomienda al mal tiempo buena cara, echemos mano de nuestras reservas de optimismo y consolémonos pensando que nuestra civilización nos ha provisto de instrumentos que curan o alivian nuestros males seniles. Para la sordera tenemos audífonos, para la vista cansada, gafas, si de la caída de la dentadura se trata, contamos con prótesis; si nos aflige la calvicie, podemos usar peluca, si nos preocupa el desequilibrio corporal, puede ayudarnos el bastón, y hasta para combatir la menguante fortaleza física y la desmemoria, surte efecto el ejercicio metódico y el hábito intelectual de la lectura. Es posible que nos hagamos excesivamente dependientes de demasiados adminículos, pero más vale salvar los peligros que caer en ellos. Debemos sentirnos agradecidos beneficiarios de las preocupaciones y desvelos de nuestros antepasados.

martes, 23 de julio de 2013

La lección jamás aprendida



    Veintiséis de junio de 2013, fallece en Suiza Marc Rich, a los 78 años. Para muchísima gente, solo uno de los miles de óbitos que ocurren cada día en cualquier país del mundo. Pero para quienes conocen o padecieron sus andanzas mercantiles y financieras, Marcell David Reich –que tal era su nombre antes de cambiarlo- no era un chisgarabís cualquiera. Sus especulaciones en los mercados de materias primas (cereales, petróleo) le hicieron famoso y una de las personas más ricas conocidas. Muchos países en desarrollo se empobrecieron aún más por las subidas del precio del maíz, producto básico para la alimentación, que el fallecido compraba y vendía. No en balde era para muchos un delincuente sin escrúpulos, como salió a relucir cuando fue declarado el mayor evasor fiscal de Estados Unidos y condenado en rebeldía hasta que fue indultado por el presidente Clinton.
    Yo quiero ver en Rich un caso arquetípico de persona adicta a la riqueza, obsesionada por aumentar su dinero por cualquier método, por mucho que hubiera ganado antes. Su codicia le hace insaciable. Quien vende su alma al dios Mammón, hace un pésimo negocio, pues su nuevo dueño le pedirá siempre más, y cuando la fortuna amasada alcance el máximo, la muerte, vigilante le arrebatará para llevárselo al reino de las sombras. Si deja descendencia, es posible que sea dilapidada su herencia, y si carece de herederos, se la apropiará el Estado sin pena ni gloria. El último viaje lo emprendemos tan ligeros de equipaje como cuando vinimos al mundo, y el último triunfo que puede anotarse es ser el más rico de cementerio.
    Estos esclavos del dinero son devorados por la codicia, dedicados a multiplicar sus ganancias y a evadir impuestos, haciendo caso omiso de la sabia advertencia “memento mori” (acuérdate que eres mortal). Su actitud ante la vida le impedirá disfrutar de su fortuna porque ni la capacidad de consumo ni los límites del tiempo son elásticos. Nadie puede comer más que lo que le permite su estómago.
    Excepcionalmente, alguno de los adoradores del becerro de oro lograrán abrir a tiempo los ojos a la razón, por efecto de un acontecimiento, quizás una grave enfermedad que, si en principio se consideró un tropiezo, a la postre resultó salvador. Entonces, en esa reflexión que propició el descanso forzoso, el individuo se encuentra consigo mismo y el resultado es un giro de 180 grados en su vida. Tal vez, en ese trance, evoque las sabias palabras de Jorge Manrique: “aviva el seso y despierta/ contemplando/ como se pasa la vida/ como se viene la muerte”.
    Es posible que en tal tesitura descubra que la meta de nuestra vida es la felicidad, y que ésta no se consigue con mucho dinero sino con mucho amor. Amor a los demás y a uno mismo. Amar y ser amado. Quizás caiga en la cuenta también de que no es más rico quien más dinero posee sino quien menos lo necesita.
    Deberíamos repensar, antes de que fuera demasiado tarde, el curso de nuestras vidas para no caer en los mismos errores y seguir un rumbo equivocado que nos induzca a amar demasiado las cosas y demasiado poco o nada a las personas. El egoísmo y la insolidaridad no son fuentes de dicha. Más bien lo contrario.
    Todos los Marc Rich que en el mundo han sido nunca aprendieron la lección de sus predecesores y erraron en lo más esencial: ser felices. Y como advirtió Calderón de la Barca, “acertar en lo más no importa si se yerra en lo principal”.

martes, 16 de julio de 2013

18 de julio



    Para quienes peinamos canas –si quedan algunas que peinar- es lógico que tengamos en nuestra mente muchas fechas evocadoras de acontecimientos que marcaron nuestras vidas, empero, es probable que ninguna supere la carga emotiva del 18 de julio de 1936 de nefasta memoria. Y puede que no tanto por lo que cada uno experimentó ese día, sino como comienzo de una guerra fratricida que durante tres largos años ensangrentó los campos y ciudades de España, y una vez concluida abrió una profunda brecha entre vencedores y vencidos. Una brecha que permaneció abierta hasta la promulgación de la Constitución de 1978 que supuso el paso de una época a otra, conocido por la transición política.
    Atrás quedaban la hambruna de 1940 y 1941, el racionamiento de alimentos hasta 1953, el estraperlo, los miedos de los “fuxidos”, los salvoconductos gubernativos para  desplazarse de una provincia a otra, el canto forzoso del “Cara al sol” después de misa, los largos años de duración del servicio militar obligatorio, y tantos y tantos recuerdos ominosos grabados a fuego en nuestra memoria desde la infancia.
    A lo largo de muchos años mantuvo su vigencia la división de las dos Españas. Las leyes abandonaron a su suerte a quienes militaron en la llamada “zona roja” o profesaron las ideas de la República, frente a las ventajas y privilegios otorgados a los “caídos por la patria”, “excombatientes”,  “mutilados por la patria”, “excautivos”, nombres y categorías felizmente tragados por el olvido.
    No es cosa de revivir esos hechos con rencor, tanto por lo lejano que quedan en el tiempo, como porque se han restañado las heridas y logrado la reconciliación de los españoles. Mas no conviene olvidar o ignorar cómo se fraguó la locura homicida, sobre todo los jóvenes y menos jóvenes para no volver a incurrir en los mismos errores, porque, como advirtiera el filósofo George Santayana, “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. A todos nos incumbe el deber de preservar el bien supremo de la paz fundamentada en la justicia. Que el horror sufrido por sus padres y abuelos sea aviso y recordatorio para evitar la incomunicación y la intolerancia que nos llevó a la tragedia.
    El estallido de la Guerra Civil –que tuvo mucho de incivil- fue inevitable porque las minorías dirigentes perdieron el sentido de la responsabilidad y en distintos campos cerraron los cauces de la negociación que podrían haber salvado las diferencias con transacciones mutuas en pro de un país más justo de lo que lo era España antes del desastre. No hemos tenido la suerte de contar con un Mandela que diera paso a la sensatez.
    Como la verdad ayuda a comprender el pasado y a disculpar los fallos, echo de menos para completar la reconciliación de la familia española el conocimiento real de cómo se desarrollaron los diferentes episodios y las consecuencias derivadas del atroz enfrentamiento. Para ello, es preciso abrir los archivos oficiales a los historiadores a fin de documentar el relato objetivo de lo que aconteció sin apriorismos partidistas. Valga citar, por ejemplo, el número de muertos de ambos bandos en la guerra y la posguerra, cuánto costó y como se financió el conflicto armado por ambas partes, por qué la lucha  duró tres años, etc. Transcurridos 77 años, debería ser plazo más que suficiente para encarar los hechos con imparcialidad sin abrir heridas ya cicatrizadas.

miércoles, 3 de julio de 2013

Bajar o subir impuestos



    En los años que llevamos sufriendo los azotes de la crisis se ha recrudecido la polémica entre partidarios y detractores de aumentar o disminuir impuestos como medio de combatir la recesión y sus efectos perniciosos.
    Digamos ante todo, que si Hacienda no recauda lo suficiente para cumplir sus fines, peligran las prestaciones sociales y las infraestructuras que se consideran indispensables para vivir en lo que entendemos por Estado de bienestar, de corta vida en España, pero al que nadie quiere renunciar. Digamos también que la subida de impuestos se identifica con la ideología de izquierda y la presión para rebajarlos proviene de la derecha porque no va con sus principios la corrección de la desigualdad que acentúan los mecanismos del libre mercado.
    Siendo un hecho que la presión fiscal en España está ocho puntos por debajo de la media de la UE-15, al no tener justificación tal diferencia, no se trata de discutir si el nivel impositivo debe ser mayo o menor, sino más bien de qué elementos podrían variar, o dicho más claramente, si se debe incidir más en los impuestos directos o los indirectos. La cuestión no es baladí, pues lleva implícita la noción de equidad dominante en la sociedad. Los directos recaen sobre las rentas percibidas y los componentes de mayor volumen son el IRPF y el de Sociedades. Los indirectos gravan los gastos de consumo y su principal componente es el Impuesto de Valor Añadido (IVA). Para apreciar la diferencia entre ambos digamos que cuando pagamos el IRPF es porque hemos tenido ingresos por encima del mínimo exento, en tanto que al comprar una barra de pan, o un medicamento o los libros de texto, al satisfacer el IVA correspondiente no se distingue si ello desequilibra más o menos nuestro presupuesto; el importe es el mismo para ricos y pobres; iguala a los desiguales.
    El IRPF es el impuesto más equitativo porque paga más quien más gana, y además no es repercutible, de modo que no crea tensiones inflacionistas, al contrario del IVA cuyo importe se añade al precio y alimenta el IPC. El IRPF tiene otra ventaja adicional consistente en que la información de que dispone o puede disponer  la Agencia Tributaria le permite detectar el fraude, prácticamente imposible de los salarios por el control ejercido sobre las nóminas, pero mucho más fácil de ocultar tratándose de las rentas del capital (beneficios empresariales, intereses, alquileres, etc...). Por ello no es aventurado pensar que con el tiempo se convierta en un impuesto único, y cuando menos, que sea la fuente principal de los ingresos públicos.
    En cuanto a la rebaja de los tipos, sus efectos reactivadores de la economía no están corroborados por la experiencia. Normalmente, lo ganado en el IRPF suele dirigirse al consumo o al ahorro, en tanto que Hacienda invierte sus recursos en actividades públicas de interés general.
    Para que el impuesto de la renta rinda todos sus efectos potenciales de equidad y capacidad recaudatoria, se requiere una reforma a fondo del mismo que purgue los defectos de que adolece: reforzar su progresividad, dar trato igual a las rentas del trabajo y del capital, intensificar la lucha contra el fraude –huérfana de resuelta voluntad política para eliminarlo–, publicar periódicamente las estimaciones objetivas de la elusión fiscal y de la economía sumergida, impedir el empleo de sociedades interpuestas para tributar menos, y finalmente, depurar las bonificaciones, exenciones y deducciones normativas que reducen considerablemente la cuota a pagar.
    Si se empleasen a fondo las medidas expuestas cabría rebajar las tarifas del IVA y después las del IRPF, sobre todo las aplicables a las rentas más bajas, pero no antes de perfeccionar el sistema impositivo para dotarlo de mayor equidad.
    Lamentablemente, los distintos gobiernos democráticos –y no hablemos de los de la dictadura- miraron para otro lado a la hora de corregir los fallos de inequidad de las leyes fiscales, y hasta los sindicatos, necesitados de un “aggiornamento” democrático, no se distinguen por su combatividad en favor de la justicia distributiva. Las consecuencias las sufren por el desafecto de muchos trabajadores y la escasa afiliación a los mismos.
    Digamos, por último, que la pertinencia de bajar o subir impuestos queda supeditada a la coyuntura económica del país a fin de que la medida tenga eficacia anticíclica. Cuando la economía se halla en su fase alcista, puede subir la fiscalidad, mas si padecemos una prolongada etapa de recesión, como ahora, la mayor presión fiscal contribuye a retrasar la reactivación. Como se ve, lo contrario de lo que hicieron los últimos gobiernos. Así estamos donde estamos.