martes, 23 de julio de 2013

La lección jamás aprendida



    Veintiséis de junio de 2013, fallece en Suiza Marc Rich, a los 78 años. Para muchísima gente, solo uno de los miles de óbitos que ocurren cada día en cualquier país del mundo. Pero para quienes conocen o padecieron sus andanzas mercantiles y financieras, Marcell David Reich –que tal era su nombre antes de cambiarlo- no era un chisgarabís cualquiera. Sus especulaciones en los mercados de materias primas (cereales, petróleo) le hicieron famoso y una de las personas más ricas conocidas. Muchos países en desarrollo se empobrecieron aún más por las subidas del precio del maíz, producto básico para la alimentación, que el fallecido compraba y vendía. No en balde era para muchos un delincuente sin escrúpulos, como salió a relucir cuando fue declarado el mayor evasor fiscal de Estados Unidos y condenado en rebeldía hasta que fue indultado por el presidente Clinton.
    Yo quiero ver en Rich un caso arquetípico de persona adicta a la riqueza, obsesionada por aumentar su dinero por cualquier método, por mucho que hubiera ganado antes. Su codicia le hace insaciable. Quien vende su alma al dios Mammón, hace un pésimo negocio, pues su nuevo dueño le pedirá siempre más, y cuando la fortuna amasada alcance el máximo, la muerte, vigilante le arrebatará para llevárselo al reino de las sombras. Si deja descendencia, es posible que sea dilapidada su herencia, y si carece de herederos, se la apropiará el Estado sin pena ni gloria. El último viaje lo emprendemos tan ligeros de equipaje como cuando vinimos al mundo, y el último triunfo que puede anotarse es ser el más rico de cementerio.
    Estos esclavos del dinero son devorados por la codicia, dedicados a multiplicar sus ganancias y a evadir impuestos, haciendo caso omiso de la sabia advertencia “memento mori” (acuérdate que eres mortal). Su actitud ante la vida le impedirá disfrutar de su fortuna porque ni la capacidad de consumo ni los límites del tiempo son elásticos. Nadie puede comer más que lo que le permite su estómago.
    Excepcionalmente, alguno de los adoradores del becerro de oro lograrán abrir a tiempo los ojos a la razón, por efecto de un acontecimiento, quizás una grave enfermedad que, si en principio se consideró un tropiezo, a la postre resultó salvador. Entonces, en esa reflexión que propició el descanso forzoso, el individuo se encuentra consigo mismo y el resultado es un giro de 180 grados en su vida. Tal vez, en ese trance, evoque las sabias palabras de Jorge Manrique: “aviva el seso y despierta/ contemplando/ como se pasa la vida/ como se viene la muerte”.
    Es posible que en tal tesitura descubra que la meta de nuestra vida es la felicidad, y que ésta no se consigue con mucho dinero sino con mucho amor. Amor a los demás y a uno mismo. Amar y ser amado. Quizás caiga en la cuenta también de que no es más rico quien más dinero posee sino quien menos lo necesita.
    Deberíamos repensar, antes de que fuera demasiado tarde, el curso de nuestras vidas para no caer en los mismos errores y seguir un rumbo equivocado que nos induzca a amar demasiado las cosas y demasiado poco o nada a las personas. El egoísmo y la insolidaridad no son fuentes de dicha. Más bien lo contrario.
    Todos los Marc Rich que en el mundo han sido nunca aprendieron la lección de sus predecesores y erraron en lo más esencial: ser felices. Y como advirtió Calderón de la Barca, “acertar en lo más no importa si se yerra en lo principal”.

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