jueves, 10 de octubre de 2013

Mitos nacionales



    Hay una teoría corroborada por la experiencia, según la cual las naciones son indisociables de la existencia de mitos que hacen referencias a acontecimientos o héroes legendarios de gran trascendencia histórica e influencia en el futuro que forman parte del imaginario popular. Cada pueblo creó los suyos y los hechos a que se refieren suelen hacer mención a victorias bélicas o gestas heroicas que enaltecen la memoria del pasado y refuerzan la identidad nacional. Entre muchos ejemplos podemos citar en España el Cid o la batalla de San Quintín sobre los franceses, librada el 10 de agosto de 1557, en cuya memoria Felipe II mandó levantar el monasterio de El Escorial (¡vaya nombre!). La historia, por el contrario, silencia o pasa sobre ascuas respecto a las derrotas. Lo vemos por la escasa referencia en los textos escolares a la derrota de Rocroi que nos infligieron los franceses el 19 de mayo de 1643, que inicia el declive del imperio español.
    La valoración selectiva de lo que se considera favorable para los intereses nacionales no siempre se cumple pues no faltan ejemplos aunque poco frecuentes, en que se conmemoran fracasos o derrotas. Uno de ellos es la celebración en Cataluña de la “Diada” que conmemora la caída de Barcelona en poder de las tropas de Felipe V, defendida por catalanes y sus aliados ingleses, el 11 de septiembre de 1714. Estos eran seguidores del pretendiente a la corona española el archiduque de Austria, Carlos Habsburgo. La “Diada” fue declarada fiesta nacional catalana en 1980 y es celebrada como símbolo del independentismo frente a España, cuando lo cierto es que los vencidos luchaban por la unidad española. Es uno de tantos episodios de tergiversación de la historia para acomodarla a los intereses políticos del momento.
    El pretexto que arguyen los secesionistas catalanes cuando son desatendidas sus reclamaciones, es la queja de que no son atendidas sus aspiraciones de trato preferente al de las demás autonomías. Comienzan diciendo que “los españoles no nos entienden”, “no nos quieren”, para pasar a continuación a la acusación de que “nos roban”. Para justificarse alegan que Cataluña paga más de lo que recibe, basándose en que su contribución a Hacienda es mayor que lo que el Estado invierte en la región. Este razonamiento olvida que quien contribuye a los gastos nacionales son los ciudadanos y no los gobiernos autonómicos, y que un principio aceptado por todos los españoles y reconocido en la Constitución es el de la solidaridad entre territorios, y que hay más ciudadanos ricos en Cataluña que en la mayor parte de las demás autonomías.
    Con el fin de justificar sus posiciones, la Generalitat, y en su nombre el Centro Histórico Contemporáneo, organiza un simposio a celebrar del 12 al 14 de octubre del presente año bajo el título “España contra Cataluña 1714-2014”. El talante científico, veraz y neutral de las intervenciones es fácil de adivinar. No importa que tanto supuesto expolio haya servido para que la Comunidad Autónoma sea una de las más prósperas de España.
    Como el separatismo no es una construcción racional sino un impulso emocional, no se le puede pedir que propugne disparates, sin reparar en los costes de todo tipo que comportan. En este contexto, los ciudadanos deberían sopesar que la creación de un Estado independiente es un parto distócico que provoca dolor por largo tiempo, pero la historia nos muestra que los pueblos también pueden enloquecer, como le ocurrió a España al enfangarse en la guerra fratricida de 1936-39.
    Los gobernantes de ambas partes tienen el deber de hacer alarde de prudencia, moderación y serenidad para evitar que las pasiones se desborden, apelando a todos los medios a su alcance para abrir cauces de diálogo y ofrecer información objetiva y veraz de los hechos para que cada quien haga uso del sentido común antes de emprender un viaje sin retorno. En tiempos de globalización, empequeñecer las unidades políticas es nadar contra corriente y asumir innecesariamente perjuicios a Cataluña y España, perfectamente evitables, y olvidar el viejo principio de que la unidad hace la fuerza. Quienes olvidan estas verdades merecen el nombre de irresponsables.

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