martes, 24 de junio de 2014

La doble cara del Estado



        Los heridos y familiares de los fallecidos en el trágico accidente ferroviario acaecido el 24 de julio del pasado año en la curva de Angrois, próxima a Santiago,  se encuentran ante el dilema de cobrar las indemnizaciones que les ofrecen las compañías de seguros o rechazarlas por la expectativa de que sean aumentadas si tuvieran éxito las demandas de la Asociación de Perjudicados (Apafas) y la Plataforma de Víctimas Alvia en el supuesto de que sea declarado culpable Adif, en cuyo caso sería responsable subsidiario el Estado, del que todos formamos parte.

    La primera consideración que se me ocurre al respecto es que ninguna cantidad de dinero puede compensar la pérdida de una persona porque la vida humana no tiene precio. Ello no implica que no sea prudente fijar un límite razonable a las obligaciones pecuniarias del Estado que pagamos los contribuyentes.
    En este contexto cabe preguntarse si la Administración cumple contratando el seguro obligatorio de viajeros o debe además asumir otras obligaciones por acciones de sus servidores. En la vida diaria, el Estado tiene dos caras como el dios Jano. Es odiado cuando recauda tributos, y es amado cuando ofrece subvenciones, indemnizaciones o desgravaciones fiscales. Cuando le reclamamos alguna prestación exigimos que el importe sea el máximo posible, por ejemplo, cuando nos expropia algún bien.

    Por el contrario, si nos toca ingresar, acudimos a todas las argucias imaginables para anular o reducir nuestra deuda. Evidentemente, falta una cultura fiscal que ni siquiera el propio Estado se ha encargado de implantar como se ocupa de desarrollar campañas a favor de la seguridad vial. No podemos olvidar que los impuestos, con la condición de que sean equitativos y bien administrados, es lo que pagamos por vivir en una sociedad civilizada.

    Las relaciones entre el Estado y los ciudadanos adolecen de varias contradicciones y ninguna más palmaria que la que ocasiona el neoliberalismo económico. Su principio fundamental consiste en rechazar todo intervencionismo público y dejar los negocios a merced de los empresarios porque ellos saben mejor que nadie lo que hay que hacer. Siguiendo el guion, durante los años de bonanza las autoridades monetarias se inhibieron y dejaron que los bancos y cajas de ahorro se endeudaran hasta las cejas o que realizaran operaciones de riesgo incontrolado y que la burbuja inmobiliaria siguiera hinchando. Cuando sobrevino el estallido, las entidades financieras, que antes clamaban por el respeto a la iniciativa privada, se acordaron de papá Estado, el cual hubo de entregarles muchos miles de millones de euros para evitar el colapso del sistema, aumentando a su vez su deuda cuyos intereses pagamos todos. Entretanto, como los dineros públicos no llegaban para todo, hubo que negar el auxilio a quienes eran desalojados de sus viviendas por los mismos bancos y cajas receptores del dispendio estatal. La situación, que parece kafkiana, es real y triste.

    Es frecuente leer y oír que el Estado despilfarra (y es cierto) y que la empresa privada es quien mejor gestiona sus recursos. Lo expuesto demuestra que esa apreciación dista mucho de la realidad, y a pesar de todo, las presiones ideológicas obligan a privatizar las empresas creadas con recursos presupuestarios. Y si se tercia, hasta servicios sociales como la sanidad.

No hay comentarios: