lunes, 29 de septiembre de 2014

A la muerte de un banquero

    Emilio Botín, considerado el hombre más poderoso de España, presidente de uno de los mayores bancos del mundo, falleció de repente, víctima de un infarto de miocardio, en la noche del miércoles 10 de septiembre de 2014, a los 79 años de edad, cuando gozaba aparentemente de buen estado de salud.
    Al margen de las luces y sombras que concurrían en su persona, tomo su fallecimiento como pretexto de unas breves reflexiones en torno al principio y el final de la vida. Lo primero que evoca la muerte inesperada del banquero cántabro, es que con frecuencia se presenta por sorpresa, como el ladrón de que habla el pasaje evangélico. Nada hay que pueda demorar o desviar el rayo helado por más precauciones que tomemos, por más que cuidemos la salud, por más ejercicio que hagamos. Todo ello se daba por supuesto en el caso de nuestro hombre.
    Tal vez pensaba cumplir 80 años para comunicar su sucesión al mando del Banco Santander, pero la Parca, que no se ocupa de nuestros propósitos,
intervino y su plan falló por veinte días de diferencia. La misteriosa y veleidosa muerte es la máxima expresión del azar temporal y de lo ineluctable de su acaecimiento, y como consecuencia, de nuestra tremenda vulnerabilidad. Quizás creyó tener varios años de vida por delante pero no tuvo en cuenta que todos los mortales tenemos sobre nuestra cabeza la espada de Damocles.
    Por efecto de la fragilidad de nuestra existencia, la vida es tan breve que por mucho que se alargue en términos humanos, siempre nos parecerá demasiado corta. Así lo expresó el tango “Volver” de Alfredo le Pera al decir que la vida es un soplo y veinte años no es nada. Ni veinte ni cincuenta ni ochenta. Por muchos años que hayamos cumplido, cuando llega la hora de partir, el viaje realizado nos parecerá de escaso recorrido.
    Ante la realidad del principio y fin de la vida, se impone la pregunta radical, ¿qué hacer? La lección la tenemos constantemente ante los ojos, pero somos incapaces de aprenderla. No vivir demasiado apegados a las cosas de este mundo. Librarse de la atracción fatal de la riqueza y el poder, causas de tantas perdiciones. Cuidar los efectos de nuestros actos y mirar con empatía a los demás, especialmente a quienes sufren los rigores del infortunio, y concienciarnos de que todos somos tripulantes del mismo barco.
    Si observamos estas sencillas normas de conducta habremos descubierto el sentido de la vida y desempeñado dignamente nuestro papel, y nuestra vida no habrá sido inútil.

No hay comentarios: