domingo, 23 de noviembre de 2014

Pobreza y riqueza



     En fechas recientes han sido hechos públicos dos informes con contenido socioeconómico de gran relevancia en nuestro país, que vale la pena analizar.
    Por orden cronológico apareció primero el informe de la Fundación Foressa auspiciado por Cáritas, cuyas conclusiones no pueden ser más alarmantes al describir el estado de pobreza y desamparo en que viven muchos conciudadanos. Entre otros ejemplos nos dice que el 25% de la población española –nada menos que 11,7 millones- padece exclusión social severa, lo que significa que está privada de servicios básicos, tales como sanidad, educación y correcta alimentación. A esas cifras se añaden otras no menos pesimistas. Menos del 40% de las familias llegan a fin de mes sin dificultades frente al 60% que no sabe cómo llegar. Medio millón de personas carecen de ingresos y la tercera parte de los niños están en riesgo de pobreza con las necesidades insatisfechas que ello conlleva. Y lo peor es que la situación tiende a empeorar a causa de la crisis económica que parece no tener fin, por mucho que el Gobierno insista en que hemos iniciado la recuperación.
    Estas personas de carne y hueso o de cuerpo y alma viven en la angustia de si podrán pagar el alquiler o la hipoteca o si serán desahuciados, si al comienzo del curso escolar podrán comprar los libros de texto de sus hijos o si podrán costearle la comida en el colegio o si en invierno tendrán que prescindir de la calefacción. Son solo algunos de los aspectos implicados en la carencia de medios en que se encuentra quienes quedan en paro y pierden la prestación por desempleo.
    La segunda información a la que me refería al principio, la facilita la revista “Forbes”. En ella se señala que los diez españoles más acaudalados reúnen una fortuna de 83.200 millones de euros, sin computar casas, joyas, pinturas, vehículos, o cuentas corrientes, y que los primeros veinte supermillonarios atesoran la misma riqueza que los catorce millones más pobres. Solamente la fortuna del primero bastaría para eliminar el déficit del Estado y aun seguiría siendo multimillonario.
    No prejuzgo la justificación de tal acumulación de bienes; lo que sí creo es que esas personas no abonan los impuestos que en conciencia les corresponderían y que no son de recibo diferencias tan abismales, sobre todo en un Estado que se precia de ser democrático, social y de derecho como reza la Constitución. En él nadie debería verse privado de satisfacer sus necesidades básicas como es la alimentación o la vivienda. Ello implica que las leyes son injustas y que los poderes públicos no cumplen su cometido, que es gobernar para todos. Como no lo hacen, tenemos, más que una injusticia, una enfermedad social. En una sociedad sana no pueden convivir tantos lázaros con unos cuantos ricos epulones a los que se refiere el Evangelio. Como los pobres no suelen llenar las urnas con sus votos, se les relega al olvido. Así se explica que en lo que va de legislatura, de las 395 iniciativas parlamentarias, solamente dos se hayan ocupado del tema de la pobreza.
    Me pregunto que placer pueden sentir los opulentos adinerados cuando al levantarse por la mañana ven que su balance acumuló mientras dormía varios millones más, en tanto que   muchos desheredados se han acostado con la incertidumbre de si al día siguiente tendrán un plato de comida o si tendrán que acudir a la beneficencia para conseguirlo. Vienen a la memoria las palabras “memento mori” (recuerda que has de morir) que le recitaban al emperador filósofo Marco Aurelio, el que dijo “Lo he sido todo, y todo es nada”.

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