En una tendencia que venía de atrás, la
pérdida de peso de las rentas salariales en la formación del PIB, experimentó
una desaceleración aun mayor con motivo de la crisis en relación con las rentas
del capital. El proceso se agrava cuando éstas tienen un crecimiento mayor que
el de la economía nacional, según documenta el economista francés Thomas
Piketty en su libro recién aparecido “El capital en el siglo XXI”.
Esta evolución conduce inevitablemente a
una progresiva desigualdad entre una élite que acumula una desproporcionada
riqueza y el resto de la población, que se reparte en tasa decreciente el resto
de la tarta hasta llegar a un segmento que carece de toda clase de bienes.
Según datos de la banca Credit Suisse
existen en nuestro país 465.000 personas (el 1% de los españoles) que poseen un
patrimonio de más de un millón de dólares, equivalente a 800.000 euros, sin
contar la vivienda propia, joyas, cuadros y vehículos. Por el contrario, el 22%
de la población sufre pobreza severa que afecta especialmente a la tercera
parte de la infancia.
Dado que fortuna y poder están
indisociablemente unidos, se impone la conclusión de que la oligarquía
capitalista controla el gobierno del país, bien por sus representantes
directos, bien por políticos desclasados a su servicio.
Dicha situación configura una plutocracia
que el Diccionario de la Real Academia
define como “preponderancia de los ricos en el gobierno de un Estado”. De tal
detentación del poder solo cabe esperar que las leyes favorezcan sobre todo a
la clase adinerada, como así ocurre. Las muestras podrían multiplicarse, mas en
aras de la brevedad citaré solamente algunos ejemplos recientes.
El gobierno de Zapatero, poco antes de
abandonar la Moncloa
indultó al consejero delegado del Santander. El presidente de este banco podría
haber sido condenado pero el Tribunal Supremo archivó la causa en virtud de que
la fiscalía no había ejercido la acusación, consagrándose así la que se llama
“doctrina Botín”. El mismo gobierno se hizo con los nombres de 659 grandes
defraudadores, facilitados por un empleado del banco HSBC en Ginebra llamado
Falciani, pero optó por cobrar la deuda estimada sin la multa que
correspondería, y todo con la máxima discreción para que no trascendieran los
nombres de los infractores.
Una actitud similar fue observada por el
Ejecutivo del partido popular al decretar una amnistía fiscal a la que pudieron
acogerse quienes disponían de dinero depositado en paraísos fiscales, sin temor
a inspecciones que pudieran delatar el posible origen delictivo de los
capitales ocultos.
No me resisto a incluir en la lista de
despropósitos el rescate de los bancos por 100.000 millones de euros que
habremos de pagar con nuestros impuestos. Los mismos bancos que desahucian a
centenares de miles de familias. Para ellos no hay rescate ni amnistía.
Para no alargar la relación de desmanes
citaré solamente que el gobierno socialista dejó prescribir el derecho a
reclamar a las empresas eléctricas más de 3.000 millones de euros que habían
cobrado de más a los abonados.
Puesto que somos gobernados de hecho por
una oligarquía plutocrática, cabe preguntarse si es posible la convivencia
armónica de democracia y plutocracia. La respuesta es negativa porque la
democracia exige la vigencia de principios, entre otros, el de una persona un
voto, y todos con el mismo valor; por consiguiente, el gobierno salido de las
urnas debe representar la voluntad mayoritaria y ajustar su actuación al bien
común. La plutocracia, por el contrario, amputa la representatividad y defiende
los privilegios de los mejor instalados en la sociedad. En la medida que
predomine la plutocracia más se recortará el ideal democrático.
No obstante, la convivencia de ambos
regímenes se da en muchos países y también en el nuestro como consecuencia de
la desigualdad que reina en ellos. Lo cual conlleva que el gobierno del pueblo
por el pueblo se cumple de forma deficiente, por cuanto una parte considerable
de cuantos teóricamente deciden, se abstienen de hacerlo, y cuanto menor sea la
participación más sufre la legitimidad del sistema.
La realidad nos muestra claramente que
quienes viven en la pobreza son poco proclives a acercarse a las urnas, bien
sea por su exclusión, bien sea por desconfianza hacia la clase política.
En la medida que aumenta la pobreza como
ocurre actualmente, crece el abstencionismo electoral que, como promedio de
varias convocatorias electorales, está en torno al 35% del censo,
Con el índice de participación del 65%,
suponiendo como ejemplo, un censo de veinte millones de ciudadanos con derecho
a voto, solo lo ejercitarían trece millones, con predominio de la clase media y
alta. Si el partido vencedor obtuviera el 50% de los sufragios, tendría el
respaldo de seis millones y medio. Por tanto, su gobierno solamente representaría
la voluntad de un tercio de la población frente a los dos tercios restantes
cuya voluntad no sería atendida. Si, como acontece en Estados Unidos, la democracia
más antigua del mundo, los ciudadanos que votan apenas pasan del 50%, la
legitimidad de los gobernantes queda más que cuestionada. No en vano se ha
dicho que la democracia es el peor sistema político con excepción de todos los
demás conocidos.
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