martes, 17 de marzo de 2015

La fatalidad de las guerras



    Todo indica que la guerra es una característica indisociable de la naturaleza humana, mas no por ello deja de ser una aberración que los humanos, en tanto seres racionales, podemos y debemos corregir.
    Cuando finaliza un conflicto bélico nos horrorizan los estragos producidos y los sufrimientos causados y nos proponemos que sea el último, e incluso creamos instituciones internacionales que cumplan ese propósito. Así nació la Sociedad de las Naciones al terminar la I Guerra Mundial, pero no pasaron más de veintiún años para que se borrara el recuerdo y comenzase la II G.M., más mortífera que la primera. Otra vez se repitió el proceso y en 1945 se creó la Organización de Naciones Unidas cuya impotencia se puso de manifiesto en 1992 con las guerras de la antigua Yugoslavia. Esta vez el período pacífico fue más duradero, pero solo aparentemente, pues apenas terminadas las hostilidades se inició la guerra fría que duró hasta 1991.
    La ONU sigue viva, lo que no impide que su eficacia pacificadora haya ido perdiendo impulso, que haya envejecido y que todos reconozcan la necesidad de urgentes reformas sin que los deseos se cumplan por la oposición de las que fueron llamadas cinco “grandes potencias”, que por un lado intentan  resolver los conflictos por su cuenta y por otro se niegan a renunciar a su privilegio de ser miembros permanentes del Consejo de Seguridad y de ostentar el derecho de veto que lleva en muchos casos a la inoperancia de la Organización.
    Por la degradación de la política internacional nos hallamos de nuevo inmersos en los mismos hábitos que condujeron a los desastres anteriores, cumpliéndose la sentencia de George Santayana de que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
    Este razonamiento explicaría que sigamos cometiendo los mismos errores, y muchas naciones se hayan embarcado en una carrera armamentística que absorbe ingentes cantidades de recursos, precisamente cuando la crisis económica sigue generando pobreza entre las clases más vulnerables. En 2014 el gasto militar ascendió a un billón de dólares, de los que correspondieron a EE.UU. el 50%, seguido a distancia por China con 129.000 millones y Arabia Saudi con 81.000 millones.
    La justificación del gasto se fía por cada gobierno a la necesidad de asegurar la defensa nacional, si bien se ocultan los intereses de lo que Eisenhover denominó el complejo militar industrial que copa los contratos de investigación y fabricación de armas. A la labor de promoción del armamentismo coadyuva el estamento militar, siempre ansioso de contar  con nuevos ingenios de mayor potencia destructiva o de efectos más letales.
    El medio de que se valen los impulsores del crecimiento militar es detectar o apoyar un conflicto político entre dos o más naciones vecinas entre sí y transformarlo en una conflagración. A continuación, los representantes de la industria armamentística, en competencia con los traficantes, verdaderos mercaderes de la muerte, ofrecen a uno de los gobiernos implicados su mercancía y después hacen lo mismo con el contrario para que éste no se sienta en inferioridad de condiciones. Así convierten en clientes a los dos adversarios potenciales.
    Cada vez que una nación renueva o amplía sus arsenales, la limítrofe se considera obligada a hacer lo mismo, aunque tenga que sacrificar necesidades más urgentes de su población. Como acuñó Hitler, hay que escoger entre cañones o mantequilla.
    Un ejemplo entre otros del proceso descrito se desarrolla actualmente en Asia. China prevé para este año un crecimiento del 7% del PIB, el más bajo de los últimos veinticinco años. Ello no es óbice para que aumente el gasto militar un 10%, lo cual provoca suspicacias y temores en otros países de la región, particularmente en Japón e India que por su parte incrementa su armamento mientras la industria, especialmente norteamericana, se frota las manos y hace cálculos de la ganancia que espera.

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