lunes, 26 de octubre de 2015

El éxodo sirio



    Huir de la guerra y abandonar la patria para buscar refugio donde nadie les quiere tiene que ser una de las situaciones más angustiosas y fuente de dolor indecible. Significa escapar de la muerte pare encontrarse con ella en el camino, sin meta. Tal es la odisea que vive la mitad de la población siria expulsada de su tierra por los horrores de la guerra civil que ensangrienta el país desde hace más de cuatro años y sin final a la vista.
    Las primera naciones de acogida fueron sus vecinos, Jordania, Turquía y Líbano, sin que recibieran ayuda alguna para soportar la nueva carga que les había caído encima, tan gravosa como imprevista. Las potencias extranjeras no solamente permanecieron impasibles sino que facilitaron armas a los diversos bandos para echar más leña al fuego.
    Uno de los receptores, Turquía,  harta de la indiferencia de la comunidad internacional, miró para otro lado cuando los refugiados,  buscando un destino menos agobiante, cruzaron el mar que los separaba de Grecia en las más inverosímiles y peligrosas embarcaciones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte en las frías aguas del Mediterráneo.
    La historia es testigo de que situaciones como esta se han prodigado  desde que la Sagrada Familia huyó a Egipto para evitar la muerte de Jesús a manos de Herodes pero ello no resta atrocidad a la huida y al tratamiento de los infelices sirios que es la mayor conocida en Europa desde la II Guerra Mundial.
    Grecia era solo tierra de paso hacia el norte de Europa pero el territorio que tenían que atravesar estaba lleno de obstáculos. Primero fue Hungría la que les cerró su frontera con alambradas de espino, llegando a rechazarlos con gas pimienta, obligándoles a cambiar el rumbo en medio del frío y la lluvia, pero después el ejemplo fue seguido por Serbia, Austria, Croacia y Eslovenia. Todos les cerraron el paso alternativamente como si fueran portadores de la peste.
    Entre tanto, los 28 Estados de la Unión Europea celebraban reuniones infructuosas para discutir el número de los que estaban dispuestos a asumir. Alemania, que al principio se declaró dispuesta a acoger a 800.000, al ver la muchedumbre que llegaba vio superada su capacidad para recibirles y restringió la entrada. La canciller Angela Merkel vio como se multiplicaban las manifestaciones opuestas y los ataques a los centros de acogida.
    En buena parte del continente los grupos sociales que ya habían dado muestras de racismo y xenofobia contra los emigrantes, ampliaron su rechazo a los refugiados, si bien es cierto que hubo gente que apoyaba la acogida amistosa.
      Europa, que alumbró la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, traicionó sus principios y olvidó el principal de ellos que es la solidaridad. ¡Qué mundo más inhóspito hemos creado entre todos!
    En este mundo desolado uno siente satisfacción y hasta orgullo de ser español, puesto que en nuestro país no han arraigado grupos organizados de “ultras” que profesan odio al diferente, y convivimos sin problemas con   gentes de otras identidades. Sin embargo, no faltan excepciones individuales especialmente significativas como es el caso del cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares que, en un desayuno informativo del Forum Europa, el pasado 14 de octubre, refiriéndose a los refugiados de Siria afirmó que “muy pocos son perseguidos”, les acusó de estar invadiendo Europa y de no ser “trigo limpio”. Ante las reacciones opuestas que despertaron sus palabras, se desdijo, pidió perdón y se sintió víctima de linchamiento.

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