domingo, 3 de abril de 2016

Matusolandia



    Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2015 vivían en España 14.487 personas de 100 o más años de edad, con un crecimiento anual del 10%. De ellos, eran hombres 2.975 y 11.512 mujeres. El más longevo de los varones era Francisco Núñez de 111 años, superado por la fémina Ana María Vela, de 114.
    La esperanza de vida al nacer era en nuestro país de 83,2 años, lo que la sitúa en el segundo lugar del mundo, después de Japón, de 83,4 años. La tendencia es creciente y el mismo INE prevé que para 2029, el número de centenarios ascenderá a más de 46.000. Estamos en vías de convertirnos en tierra de matusalenes.
    Asistimos a un fenómeno demográfico sin precedentes, llamado a tener hondas repercusiones en la sociedad futura. Nos coge sin un pasado que pueda orientarnos a encauzarlo, y que tendrá efectos cualitativos y cuantitativos en la composición de la pirámide de población, el sistema público de pensiones, la sanidad pública, las pautas de consumo, el ocio y las tendencias políticas.
    Las expectativas son de que en 2050, la proporción de personas mayores de 65 años será del 31% de los habitantes. El estado de salud general mejorará sustancialmente, sin que pueda evitarse el aumento de gasto médicofarmacéutico. Otro aspecto del cambio será la existencia de muchos septuagenarios y octogenarios aptos para realizar tareas útiles que prolonguen su vida activa. Sin embargo, esta disponibilidad choca con las trabas y dificultades que encuentran los jóvenes para lograr su primer empleo, en tanto que determinados puestos de trabajo quedarían desiertos por falta de candidatos.
    El crecimiento de la longevidad coincide con un fuerte descenso de la tasa de natalidad, lo que conlleva un severo envejecimiento de la población. Dicha tasa es ahora del 1,1%, la mitad del número de nacimientos que requiere la estabilidad del censo poblacional, Si a esto se añade una mayor tasa de mortalidad por el aumento del número de personas de avanzada edad, el resultado no podía ser otro que la disminución de habitantes, que también constituye un fenómeno inédito. Habrá más defunciones que nacimientos. Seremos menos y más viejos.
    Otra característica de la evolución demográfica es la creciente concentración de la gente en las ciudades que supera con creces el 50%. En contrapartida se produce un despoblamiento acelerado en el ámbito rural donde los ancianos van causando baja y los pocos jóvenes que quedan emprenden el camino de la emigración a otros lugares.
    Una de las múltiples consecuencias del cambio demográfico será la dificultad de mantener el Estado de bienestar y la integración de los mayores en la sociedad del porvenir próximo. Por un lado el coste de la seguridad social irá “in crescendo” con menor cantidad de cotizantes, y por otro, habrá que lograr que el colectivo de mayores no quede al margen de las actividades de todo tipo con arreglo a sus aptitudes, ya que significaría una pérdida de crecimiento potencial.
    Será necesario arbitrar fórmulas que mejoren la distribución personal de la renta y la incorporación de los mayores al proceso productivo, de forma que puedan sentirse útiles y protagonistas del quehacer común sin que ello implique mayores obstáculos al empleo de los jóvenes.
    La evolución demográfica implicará la aparición de nuevas situaciones y problemas que conviene prever a tiempo para evitar desajustes. A tal fin, parece deseable que el Gobierno y el Parlamento nombren una comisión de expertos formada por demógrafos, sociólogos, economistas y antropólogos que elaborarían lo que los ingleses denominan un “libro blanco” con recomendaciones para solucionar los desequilibrios que surgirán, a fin de que no cojan desprevenidas a las autoridades.
    La situación expuesta no es exclusiva de España sino que se repite en    muchos de los países integrantes de la UE. Siendo así, la Comisión Europea debería asumir la cuestión como asunto de su incumbencia, ya que dispone de los medios precisos para llevar a cabo la tarea y formular propuestas al respecto.

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