domingo, 20 de noviembre de 2016

El sentido de la vida



    Más pronto o más tarde, con mayor o menor insistencia, inevitablemente, aparecen y desaparecen una y otra vez de nuestra mente las preguntas de siempre que el ser humano se hace a sí mismo a sabiendas de no hallar las imposibles respuestas.
    Tal vez su primera reflexión debió versar sobre el destino y la justificación de su presencia en un mundo hostil, rodeado de peligros. Su don de inteligencia, único en la creación, al menos en un grado igual, debió hacerle pensar que su vida obedecería a un destino prefijado diseñado por su creador.
    A partir de ahí, presumiblemente comenzaría a interrogarse en busca de respuestas plausibles que aclarasen sus dudas, tales como ¿Cuál es mi razón de ser?, ¿cual es mi papel en el mundo?, ¿soy obra del azar o formo parte de un proyecto universal? Y si esto fuera así ¿cómo se justifica la muerte o la presencia del mal? Conociendo sus debilidades, añadiría: ¿por qué teniendo el uso de la razón sucumbimos tantas veces al imperio de los instintos?
    Su visión antropocéntrica de la creación le lleva a creer que todo existe en función de sus intereses y necesidades. Que las estrellas lucen en el firmamento para nuestro  deleite; que el sol brilla para alumbrarnos y calentarnos; que la misteriosa Selene luce en la noche para embellecerla y que las aves multicolores entonan sus melodías para recrear nuestros sentidos.
    La ciencia, en sucesivos asaltos se encargó de destronar al ser humano de su trono. Primero fue Nicolás Copérnico al descubrir que nuestro planeta no es el centro del universo sino una parte insignificante del mismo, después Charles Darwin nos dijo que  somos sino el resultado de la evolución natural de otras especies que no precedieron, y finalmente Sigmund Freud puso en cuestión nuestro libre albedrío al mostrar la influencia del inconsciente sobre nuestro comportamiento. Más recientemente, el conocimiento del genoma demostró que gran parte de nuestros genes son intercambiables con los de otros animales, y que el del chimpancé difiere del nuestro en poco más del 1%.
    Sería incoherente admitir que la vida humana tenga una finalidad preconcebida  sin aceptar que la tuviera todo el universo. Sin embargo, es imposible en ambos casos intuir un significado cognoscible. En el inmenso espacio en que se aloja como  una nonada, el universo no es la imagen del equilibrio perfecto sino un conjunto de astros inanimados sometido a la evolución sin sentido ni rumbo conocidos  A distancias siderales se suceden explosiones cósmicas que serían aterradoras, de ser audibles; galaxias menores son fagocitadas por otras de mayores dimensiones. En  ese universo violento es constante el nacimiento y muerte de estrellas que se transforman en quasares o agujeros negros, todo ello alejado del orden y armonía que soñó Newton. En el sistema solar en el que nos integramos, el astro rey que nos alumbra es una carbonera atómica que consume  su propio combustible y que un día muy lejano se convertirá en una enana blanca.
    En este universo ciego e indiferente a nuestros deseos y necesidades estamos condenados a vivir tal vez en soledad, ya que todo hace suponer que si en algún planeta lejano existieran otros seres inteligentes, estarían a tal distancia de nosotros que la comunicación con ellos estaría fuera de nuestras posibilidades. Resulta ilusoria, por tanto cualquier respuesta a nuestras llamadas. De ahí la responsabilidad que pesa sobre nosotros de organizar la convivencia de forma pacífica y ordenada y desarrollar el sentido de la unidad de especie, pues solo de otros seres humanos podemos esperar comprensión y ayuda para sobrellevar las adversidades que nos depara la vida.
    No sería coherente pensar que la vida humana tenga una finalidad sin admitir que estuviera integrada en el conjunto de la creación. ¿Qué sentido puede tener que unos animales sean más fuertes que otros y que los más débiles terminen en el estómago de los segundos?
    Escapa a nuestra comprensión tanto desorden en el cosmos y tanta injusticia entre los humanos. No se entiende qué justificación teleológica pueda amparar que el alimento de las personas dependa del sacrificio de otros seres. En este contexto es evidente que no podemos entender que exista alguna finalidad, tanto en la creación del universo como en nuestra presencia en él.
    Fallidos los intentos de obtener una respuesta lógica o filosófica, nos hemos refugiado en la religión como solución a nuestras dudas con sus verdades sostenidas en la fe, que según enseñaba el catecismo del padre Astete, consiste en creer lo que no vemos y que yo añadiría que tampoco entendemos.
    Las dudas de quienes buscan en la religión el sentido de sus vidas son inevitables, porque las religiones son numerosas y cada una reclama ser la única verdadera, y entre sí se llevan muy mal. La historia de las monoteístas está plagada de hechos opuestos a sus respectivas doctrinas, y ningún país en el que más se practiquen es modelo de convivencia ni dechado de las virtudes que predican.
    Ante la decepción de nuestra búsqueda de un sentido trascendente de la vida, uno siente la tentación de seguir el consejo de Antonio Machado:

                           En preguntar lo que sabes
                           el tiempo no has de perder…
                           Y a preguntas sin respuesta
                           ¿quién te podrá responder?     

    Empero, el deseo de llenar el vacío de nuestro conocimiento en cuestión que tanto nos atañe, es permanente e inextinguible. Quizás la única respuesta válida esté en nosotros mismos: que el principio y el final esté en ser felices haciendo felices a los demás. Descubriremos entonces que solo de los demás, vivos y muertos, hemos recibido cuanto tenemos y solo de ellos podemos esperar apoyo y consuelo a nuestro infortunio.
    De todo ello parece inexcusable concluir que la única respuesta plausible a nuestra eterna pregunta es la interdependencia de los seres humanos en su peregrinar. Fuera de las relaciones con los demás, nuestra vida carece de sentido.
    Si esta idea se interiorizase en el subconsciente de las personas, y en consecuencia se abriera paso el amor a los semejantes, cabría la esperanza de una edad de oro de la humanidad en la que, antepondríamos el tú al yo como pedía Cervantes. Viviríamos entonces en un mundo bien distinto del que ahora tenemos y la Arcadia feliz dejaría de ser una utopía.

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