lunes, 2 de octubre de 2017

La cuestión lingüística



La acritud e intolerancia con que a menudo se plantea la coexistencia, inevitablemente conflictiva y polémica, de las lenguas autóctonas con el castellano, no debería impedir un amplio y serio debate en cada autonomía que facilitara, sin tabúes ni defensa a ultranza de posiciones previas, la aportación de todos los puntos de vista, con el debido respeto a todas las opiniones, por muy divergentes que fueran. Ello serviría tanto para fundamentar las decisiones subsiguientes que la Administración pudiera adoptar como para mostrar el grado de madurez democrática que todos defendemos y añoramos para nuestra sociedad.

Respecto al caso gallego en concreto, por ser el más próximo, el tema del predominio lingüístico suscita en seguida posiciones viscerales y contrapuestas, y por ello no siempre sobradas de argumentos convincentes y sí de apasionamiento. Solo en la discusión, serena y respetuosa podrán sostenerse y justificarse las diferentes opciones, habida cuenta de que, en definitiva, es el pueblo soberano quien decide el uso. Por supuesto, las mismas razones son válidas para las otras dos lenguas cooficiales.

Lo deseable es alcanzar un perfecto bilingüismo en el uso popular y un buen conocimiento de un tercer idioma que hoy por hoy es el inglés como lengua franca mundial. Uno de ellos será el que sirvió para expresar y adquirir los primeros conocimientos y los demás serán adquisiciones posteriores. Ni el castellano ni el gallego tienen el monopolio de lengua vernácula en Galicia. Y esta realidad, guste o no guste, es la que conforma la realidad. Por ello creo que deben eludirse planteamientos excluyentes y respetar la libertad de las personas a utilizar la lengua en que mejor se expresen.

Para quienes defienden el dominio del gallego en exclusiva en detrimento del castellano, les invitaría a imaginar por un momento la situación en que se vieran cumplidas las aspiraciones de los grupos nacionalistas más radicales.

Llegados a este punto, bueno será recordar que la función natural de cualquier idioma es la de permitir entendernos con el mayor número posible de interlocutores, nunca la de fomentar la aparición de ghetos incomunicados. Dejando aparte el coste en términos sociales y económicos –que no sería ocioso ni mucho menos analizar– que habría que pagar por tamaña transformación, la culminación del proceso significaría un aislamiento efectivo en relación con nuestro entorno próximo y remoto. Tendría sentido, en tal supuesto, plantearse una serie de interrogantes, como:

- Cuando nuestros trabajadores emigrasen bien pertrechados con su gallego, ¿verían incrementadas sus oportunidades de empleo tanto en Madrid como en París o Hamburgo?

- Si en la selección de personal estuviéramos sobrevalorando al candidato a un puesto de responsabilidad por su mejor conocimiento de la lengua vernácula, ¿no correríamos el peligro de de estar desechando a otros de mayor idoneidad para el cargo?

- En la situación supuesta, ¿no se habría impulsado a los padres de clase alta a enviar a sus hijos a universidades castellanas, agravando así la desigualdad de oportunidades derivadas de la distinta situación económica?

- En definitiva, a cambio de preservar a todo trance nuestra identidad cultural, ¿en qué medida habríamos contribuido a elevar el nivel de vida de los gallegos, objetivo al que nadie puede renunciar?

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